Dos cuentos de padres, hijos y cazadores
Cómo funcionan “Wincher”, de Carlos Ríos, y “Cazador de tapires”, de Mariano Quirós
No es extraño que dos cuentos se parezcan. O que digan algo parecido. Como dicen algunos, “ya está todo inventado”. Pero yo creo que es algo más complejo: para contar algo nuevo hay que recurrir siempre a modelos conocidos. Si no, la historia es intransitable. Esos marcos —o matrices narrativas— seguirán usándose hasta que se agoten. Mientras existan cosas que no se hicieron a partir de esos modelos, se los seguirá explorando.
Por eso, los cuentos “Wincher”, de Carlos Ríos, y “Cazador de tapires”, de Mariano Quirós, pueden contar en esencia la misma historia. El niño que sale a cazar con su padre para volverse hombre. También está en Los Simpsons. A su vez es una variación de la matriz clásica —usando palabras de Luciano Lamberti— “pasar por la puerta”. Es el famoso relato de iniciación. Alguien debe pasar por algo para formarse. Para Tzvetan Todorov, sería redundante: todos los relatos tienen ese principio: nunca el sujeto de acción queda igual que al comienzo. Pero no nos desviemos.
La historia de estos dos relatos es más concreta. Podemos resumir el esquema de la siguiente forma: 1) al padre lo motiva la presencia de un bicho extraordinario que debe ser cazado. 2) Padre e hijo emprenden una travesía para encontrarlo. Es una prueba. 3) El viaje afianza su vínculo. Vemos que ya no es simplemente la historia, general, de un relato de iniciación. Es una cosa muy específica que pasa en ambos relatos —y en el capítulo de Los Simpsons—. El final (¿cazó o no cazó?) es indistinto, porque desvía el foco del relato: no es una historia de cacería, sino de vínculos.
El mundo de “Wincher”, que transcurre en algún humedal presumiblemente en la provincia de Buenos Aires, es el de los cazadores de nutrias. No hay que pensar en los alargados y bonitos cazadores acuáticos —“Lobitos de Río”—, sino en coipos, por supuesto. Una rata gigante que vive en el agua. De ahí que el ámbito del nutriero sea también el del carpinchero; el carpincho es básicamente un coipo gigante. El cuento narra la cacería de un fantástico carpincho blanco. El padre del narrador debe atraparlo si quiere jactarse de ser el mejor nutriero. El carácter mitológico del bicho se plantea desde su presentación. No sólo destaca por ser blanco, sino por una leyenda que lo asocia a una monjita que se ahogó en la laguna.
Por su parte, con “Cazador de tapires” nos vamos a Chaco y la presa es, por supuesto, un tapir. El padre del protagonista quiere cazarlo como prueba última para consagrarse como hombre de monte. El narrador cae al pueblo de Miraflores y se interna en el bosque, junto a su padre y a su acompañante, el indio Orión, para ayudarlo a cumplir ese logro antes de su cumpleaños número 50. Lo excepcional del tapir, a diferencia del carpincho, no necesita remarcarse. No es un animal mágico, pero es extraño de por sí. La voz que narra nos pone en su mismo lugar de desconocimiento («Me llevó tiempo figurarme un tapir»). Nos hace partir de la base de que el tapir, aunque exista, es un animal ajeno a nuestro mundo.
Carpinchos o tapires, Chaco o Buenos Aires, la historia es la misma.
Ahora bien, lo particular de estos relatos es que ambos deciden contar la historia desde el hijo —ahí ya no nos siguen Los Simpsons—. De hecho, el principio constructivo, de ambos cuentos, está puesto en ese hijo: a través de sus ojos conocemos lo que sucede. Por supuesto, porque toda relación implica dos personas, entonces, o es una o es otra. También porque toda narración requiere la contemplación/confrontación de un Sujeto con un Objeto. Pero, además, porque es en el punto de vista en donde los cuentos difieren radicalmente.
Lisandro, el narrador de “Wincher”, es un habitante del mundo que nos narra. Aunque se está formando, ya integra el universo de la caza de nutrias. Incluso aunque su madre pretenda alejarlo. Esa resistencia materna —a pesar de que en el cuento se establezca que «para asegurarnos la comida no hay mejor cosa que aprender el trabajo de nuestros padres»— nos construye a Lisandro como un niño. Como analogía visual: en tanto que miramos el cuento a través de sus ojos, vemos al padre siempre hacia arriba. Él es el verdadero nutriero por excelencia.
Pero para que no nos confundamos, con esta imagen paterna casi inalcanzable, y no creamos que aquel es un oficio al que Lisandro todavía no pertenece, el cuento debe disponer elementos que operen para dejarnos claro que él ya está ahí. Para conseguirlo, introduce un agente enteramente extranjero, una familia yanqui que alguna vez compró un carpincho y se lo llevaron como mascota. El bicho murió y ahora vuelven por otro. Frente a ellos, Lisandro es una voz del conocimiento que hasta se permite cuestionarlos. Él sabe cómo es un carpincho, cómo hay que tratarlo y cómo se debe preparar su carne. Lisandro está adentro, con su padre, y ellos están afuera.
En “Cazador de tapires”, justamente, la posición de las fichas es distinta. El narrador, anónimo, es el que está afuera. Ya no es un niño. Podemos asumir que es un joven adulto, quizás. Que vive en la ciudad, no tolera estar al aire libre y lee a Pizarnik. Son dos características —la edad y su urbanismo— que en realidad son la misma: él se encuentra en una posición superadora con respecto a su padre, quien lo ha abandonado de niño para irse a vivir a lo profundo del chaco. Es todo un aparato que el relato dispone para construir, en contraposición a “Wincher”, un desencanto. El narrador de Quirós —y nosotros con él— mira a su padre hacia abajo.
Lo que hace, entonces, es preparar una serie de elementos que nos permitan comprender, de inmediato, que ése no es su mundo. Tanto así que ni siquiera está seguro de reconocerlo («algo que para mí era como un monte»). Luego, lo refuerza caracterizándolo como un completo ignorante del mundo natural que visita («quebrachos, algarrobos, no sé qué árboles eran, pero eran enormes»). Aparentemente, llega incluso a subestimar al tapir que su padre por fin caza y, en su ignorancia, le adjudica unos 60kg («pero qué calculo mío puede ser confiable»). —Los tapires adultos rondan en realidad los 200kg, aunque de animales que se comportan en los cuentos de formas extrañas, ya hablamos otro día.
Al final, sin embargo, ambos cuentos llegan al mismo punto: a unificar padre e hijo. Incluso aunque en uno se logre atrapar a la presa y en el otro no, en ambos el objetivo de la historia —afianzar el vínculo— está cumplido. En “Wincher” es más que evidente. Padre e hijo se guardan el secreto de lo que vieron y lo que pasó, como con vergüenza. Por su parte, el narrador de Quirós no está seguro —porque no estuvo presente— si al tapir lo cazó su padre u Orión, pero lo acepta, porque se hacen las doce y es su cumpleaños.
Hay otras coincidencias entre ambos autores. Como que los dos deciden hablar sobre el espacio que conocen —Ríos es de Santa Teresita y Quirós es chaqueño—. Más aún: que emplean ese espacio como vivo, como condicionante para los personajes. Y eso puede llegar a profundizar la sensación de que los cuentos se parecen. Estructuralmente, la historia es la misma. Sin embargo, un cuento no es “el conjunto de las cosas que suceden”, sino la trama que se construye con ellas. Los procedimientos formales que operan en el relato. Así, a partir de someter un mismo elemento a ligeras variaciones, se pueden construir dos cuentos diferentes. Lo que produce a su vez que el sentido del relato sea diferente.
Valdría preguntarse, como consigna de escritura o meramente de imaginación, cuántas otras opciones hay para contar esa misma historia. O, pensando como Piglia: de qué manera diferentes autores habrían trabajado esta misma premisa.
Otra historia de crecimiento en que un niño acompaña a su padre a la cacería de nutrias/coipos está en El limonero real, de Juan José Saer. Se emplea el punto de vista del padre y los acontecimientos giran hacia zonas más oscuras.
Este NewsLetter está motivado únicamente por mis ganas de hablar de literatura. Mi propósito no es hacer gacetillas ni contratapas. Lo que me interesa es la literatura como trabajo mecánico. En el sentido de poder desentrañar cómo es que un objeto funciona, cómo se comporta.
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