Algunos, muy sensibles a la rigurosidad histórica, no toleran en la ficción deslices, anacronismos, elementos fuera de lugar. Una incongruencia histórica alcanza para despreciar todo un libro, toda una película. A mí me suele parecer gracioso, pero nunca me preocupa de más. Ahora bien, cuando se trata de la vida de los animales o de las plantas o la naturaleza en general, todavía tengo que hacer un esfuerzo para fingir que no me molesta. Por alguna razón, no tengo problemas con las llamas (Lama glama) en plena ciudad de Troya, 1700 años a.C. (como se ve en Troya, de 2004), aunque sean un bicho de América que no podría aparecer en el “Viejo Mundo” hasta más o menos el Siglo XVI, pero no puedo quedarme tranquilo cuando en un universo prehistórico conviven dos dinosaurios de diferente período geológico.
Con los mundos imaginarios me cuesta dejarme llevar, lo que sí hago cuando alguien dice que las arañas son insectos o que las ranas son reptiles. Esto es: guardarme el comentario para no molestar a nadie. No me gusta pecar de sabelotodo. Y así como guardo una lista mental de todas las personas que tienen una confusión taxonómica en la cabeza, llevo el registro de todos los libros que cometieron un error de ese estilo. No es una búsqueda obsesiva del fallo —o un poco sí—, sino más bien una herramienta terapéutica. Tengo que sentarme a pensar sobre esos bichos incorrectos, desdibujados, para aceptarlos. Analizar cómo los nombran, en qué voz aparecen, para qué, cómo funcionan. Después de todo, no son animales ni plantas: son procedimientos. Parte del discurso, del comportamiento de un relato.
En Los perros negros, de Ian McEwan, por ejemplo, la voz narrativa de Jeremy reconstruye un encuentro significativo que tiene su suegro, Bernard Termaine, con una oruga. Con meticulosidad, sorprendido por su extraña cara, Bernard la dibuja en un cuaderno y la imagen muestra «el tamaño relativo y la disposición de las mandíbulas y del ojo compuesto». ¡Pero... las orugas no tienen ojos compuestos! A diferencias de sus versiones adultas, las mariposas y las polillas, las larvas de lepidópteros sólo tienen unos censores de luz muy rudimentarios, que técnicamente no llegan a ser ojos y que se conocen como “ocelos” (es decir, “falsos ojos”). Un ojo compuesto es algo así como una amalgama de muchos ocelos. En fin.
Es curioso, porque Bernard se presenta a sí mismo como un aficionado a los insectos y, además, la novela lo construye como una mente cientificista, en oposición a la espiritualidad religiosa de su esposa, June. En otro contexto, podríamos pensar que el error viene del desconocimiento: quien no conoce a los bichos quizás no pueda dibujarlos bien. O acaso tenemos que entender que es la pobre reconstrucción de Jeremy la que incurre en el error, es decir, que él intenta interpretar el dibujo de su suegro y lo hace mal. Pero el dibujo no existe, ni la oruga, ni Bernard: sólo tenemos palabras.
La pregunta que vale es en qué medida ese desfasaje —entre la realidad imaginada de Los perros negros y “nuestra realidad”— es un elemento significativo. Es decir, ¿podemos partir de esa oruga mutante para elaborar una interpretación?, ¿o más bien tenemos que asumir que, pese a desarrollarse en un marco rigurosamente realista, aparecen en la novela animales imaginarios? En esa última pregunta hay una trampa. Si llegamos hasta ahí nos hemos excedido nosotros como lectores y no McEwan como escritor: todos los animales (y las plantas, y las personas, etc.), que aparecen en las novelas, son imaginarios.
Como dice Terry Eagleton, nada nos impide imaginar “cosas reales”. La ficción consiste, en gran parte, en eso. En el prólogo del Libro de los Seres Imaginario, Jorge Luís Borges y Margarita Guerrero señalan que:
El nombre de este libro justificaría la inclusión del príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad. En suma, casi del universo.
En todo caso, lo sorprendente es que, quizás por mera ignorancia o por falta de voluntad investigativa, McEwan se inventó un ser. Una oruga nunca antes citada para la literatura. Las narraciones científicas también nos invitan a imaginar los bichos que describen y, cuando los escritores quieren sonar verosímiles, recurren a ellas —propuesta tentativa: el lenguaje no representa, invita a imaginar—. La diferencia está en que las ficciones no tienen, como los científicos, responsabilidad alguna para con la imagen que construyen ni con la realidad “tal cual es”. De ahí que, a veces, los animales literarios (las Orugas de McEwan) tienen características o comportamientos que no sólo son “imaginarios”, sino, además, errados.
Dos yacarés solos, liberados en el Río Tragadero, consiguen repoblar la región. Así sucede en Una casa junto al Tragadero, de Mariano Quirós. Fueron criados desde huevos por un correntino que los tuvo de mascota durante sus primeros años. El ojo atento se dará cuenta de que, para repoblar el Tragadero, necesariamente eran un macho y una hembra. Pero el sexo de los yacarés se determina, no por los cromosomas, sino por la temperatura de incubación. Es decir: dos huevos de una misma camada cuidados en las mismas condiciones nacerán con el mismo sexo. Entonces, ¿en el mundo de Quirós los yacarés no cumplen esa regla?, ¿existe la partenogénesis en caimanes, la posibilidad de concepción homosexual o el cambio de sexo, como si fueran peces payaso?, ¿o nosotros, que tenemos un dato exterior a la novela, podemos llegar a la conclusión de que en ese Tragadero imaginario ya habitaban yacarés ?
Con respecto a las plantas, por ejemplo, los lapachos de Nuestra parte de noche, novela de Mariana Enríquez, florecen, sin explicación alguna, en verano. El que conozca esos árboles sabe que se caracterizan, justamente, por dar flores espectaculares únicamente en invierno. Como la voz narrativa permanece al margen de la historia (el famoso y polémico omnisciente), es más difícil sostener la tesis de un narrador ignorante. Prácticamente estamos obligados a pensar que en ese universo, donde existen la magia negra, los poderes demoníacos y las entidades divinas, los lapachos florecen también en enero.
Por su parte, Quirós sí amaina el error adjudicando el relato a un narrador ignorante: en “Cazador de tapires”, nosotros sabemos que en ese mundo los enormes antas no pesan sólo 60kg, como nos cuenta, sino que el protagonista no tiene la más mínima idea sobre los seres del monte. Y ese desconocimiento es característico de él, es parte de su personalidad, de su caracterización.
Creo que cuando más me acerqué a una respuesta para esta polémica fue cuando marqué los límites de ENTOMOFOBIA, mi colección de audio-cuentos de terror protagonizados por bichos. Necesariamente tuve que expandirme más allá de los insectos. “Bicho” e “insecto” no son lo mismo, ni siquiera son lo mismo que “artrópodo”. Muchos traductores de Kafka ignoran esto y cuentan que, en La Metamorfosis, Gregor Samsa despierta convertido en monstruoso insecto. En el alemán original, en realidad, el relato usa el término ungeziefer, que más bien podría traducirse por “bicho”, “plaga” o “alimaña”. No es una especie en particular —aunque Nabokov se esforzó hasta llegar a “escarabajo”—, sino un ser indeterminado que existe únicamente en el universo kafkiano (como el propio Gregor Samsa). Aún siendo evidente que se trata de un artrópodo —cáscara dura, múltiples patas articuladas—, el discurso literario no tiene por qué estar restringido a la taxonomía científica. Más bien: habría que imaginar una nueva sistemática, exclusiva para la ficción, en que algunas orugas tienen ojos compuestos, o en la que las arañas y los insectos, por ejemplo, forman parte de un mismo grupo, y no de dos distintos.
Lo mismo se aplica para los dinosaurios y para los monos. En “El Salvaje”, Horacio Quiroga narra el encuentro de un científico con un “dinosaurio vivo”, pero, en realidad, la especie que aparece, el Nothosaurus, no es un dinosaurio sino otro tipo de reptil prehistórico. En “Yzur” —esto lo dije varias veces—, el narrador presenta a su criatura como un “mono”, pero más adelante dice que es un chimpancé. En el ámbito científico, se acepta que los chimpancés, carentes de cola y evolutivamente emparentados con nosotros, no son monos, sino simios. Son dos grupos distintos. Pero, de nuevo, la literatura está al margen de la taxonomía. Evidentemente, la sistemática del chimpancé no entra, junto con su capacidad de hablar, entre los fenómenos paranormales del relato. No es que en su universo ficcional Yzur fuera, al mismo tiempo, mono y simio, sino que, en términos de discurso —y su universo es únicamente discursivo—, “mono” excede al ámbito científico. Como lo hacen “dinosaurio”, “insecto” o “pájaro”.
En la ficción, hay que aceptar las reglas de su propio discurso. Esas reglas, en general, dialogan con otros géneros, cotidianos, que nos son conocidos. No se trata de aceptar que “los escritores son ignorantes que no saben de ciencia”, sino de entender que la literatura, incluso cuando pretende ser verosímil, no explora “universos posibles” ni “universos imaginarios”, sino discursos. Palabras. La materialidad de las Orugas de McEwan es exclusivamente lingüística. Su ojo compuesto —como los yacarés del Tragadero— no tienen una explicación evolutiva o entomológica, sino sencillamente retórica. Están ahí porque, gramaticalmente, el texto los necesita.
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