Monkey Shines, de Michael Stewart
Análisis y reseña. Una novela de monos, horror y estudiantes universitarios.
En Norteamérica se ocupa la categoría literatura de género —en oposición a la “literatura a secas”—, con cierto desprestigio, para agrupar a esas obras orientadas al “gran público” y que basan su éxito, supuestamente, en la repetición de fórmulas, de códigos en los que el lector se siente cómodo. Algo así como una “literatura clase B”. O clase Z a veces. Existen quienes sólo leen eso, exclusivamente. Pero también, entre quienes dicen estar al margen del mainstream, hay amantes de la Novela Rosa, del Policial, de la Ciencia Ficción Distópica. Algunos quizás lo leen en secreto y con culpa. Hay quienes dicen estar haciendo “consumo irónico”. En síntesis, hay al menos un género para cada lector.
A mí no hay manera de que me den una novela de amor o una historia de detectives privados o un futuro tecnocrático sin que grite, citando a Zamba: “¡me aburro!”. Ahora bien, denme una novelita de terror, o de fantasía científica, una aventura de monstruos en que el responsable sea un científico ambicioso, y me perdieron. Soy un fiel lector, por ejemplo, de Michael Chrichton. En general, me gustan los libros pésimos en los que se basan películas que suelen ser muy buenas —Tiburón, Jurassic Park—. Obras en las que no hay manera de decir “el libro es mejor que la película”, porque todos sabemos que es mentira.
Por supuesto, aún sabiendo que no habrá un gran despliegue técnico, más de una vez me llevo desilusiones (“no esperaba nada de ustedes, y aún así me decepcionan”). Hay muchas novelas muy malas. Acercarse a ellas es, a la vez, una deuda —un compromiso serio con la literatura, por fuera del sesgado campo intelectual de las Letras— y un riesgo. Es acercarse a ese mundo muy superficialmente leído para decirle “enséñame tus secretos”.
Pienso que no habría leído Monkey Shines, de Michael Stewart, si no fuera porque la conseguí, en su momento, a ar$40 (calculo que era el equivalente a cincuenta centavos de dólar). Además, el librero me bajó el precio porque ambos sabíamos que iba a ser una novela muy mala. En la portada, un mono brillando, que ni siquiera corresponde con la especie que protagoniza el libro, no prometía otra cosa. Pero, en ese sentido, estaba un poco equivocado.
Monkey Shines no es sólo un libro legible, sino bastante entretenido. Aún con todas sus taras y sus mañas y sus problemas formales, está bastante más cerca de Stephen King que de otros autores menos comprometidos, como Benchley, por ejemplo. King puede gustar menos o más, puede repetirse, robarse, mandarse a escribir sabiendo que le publicarán cualquier cosa, pero no puede negarse que sabe lo que hace, que a veces los libros son mejores que las películas, sin dudas —y otras veces, no tanto—-.
Uno de los fuertes de la novela es la disposición de personajes. Cada uno de ellos, todos científicos, encarna una perspectiva científica distinta que queda demostrada en sus diálogos. Roach, viviseccionista, cree que la única manera de trabajar es matar a los animales. Goeffrey es un bioquímico que ve el futuro de la ciencias en el uso de drogas. Melanie, como etóloga —estudia el comportamiento animal—, no ve el sentido de estudiar a los animales fuera de su hábitat. Pero Stewart no es King y desaprovecha este recurso: cada uno de sus diálogos aparece después de que la voz narrativa, desde la primera aparición de cada personaje, nos haya resumido eso mismo.
El libro tiene una extraña manera de organizar la información. Por momentos sabemos demasiado e, inmediatamente después, sabemos muy poco. Además, en el desarrollo de la trama, los posicionamientos científicos de los personajes importan poco y nada —por lo menos hasta que, con “sus poderes de etóloga”, Melanie descubra, sólo observando, que algo anda mal—.
En Monkey Shines estamos viendo la relación entre una mona super inteligente (Ella) y un hombre cuadripléjico (Allan). El simio manipulado establecerá un íntimo vínculo con el científico hasta enamorarse de él. En ese amor interespecífico, Ella comprende los oscuros impulsos de Allan y, como si fuera una extensión de su cuerpo paralizado, inicia una serie de asesinatos motivados por los celos. No es tanto una novela sobre la ciencia —como lo es Jurassic Park, y por eso los personajes se pasan medio libro debatiendo sobre el quehacer científico—, en tanto que el desarrollo nunca “emite una opinión” sobre ese tema.
El conflicto del libro es, en cambio, darle a un mono capuchino inteligencia humana [Ver: Breve historia de los Cuentos de Monos]. Monkey Shines comienza hablando de cómo hacer ciencia y termina emitiendo un juicio sobre el límite entre simios y humanos. Formula una pregunta y da respuesta a otra que jamás apareció. Sigo pensando, en fin, que es un problema de estructura, y no tanto de tema. La novela sólo se propone ir para adelante y finge que no existe presentación, que no hay instancia narrativa. Muy al estilo de King, elabora un “no-estilo”. Pero se le va de las manos.
Otra estrategia que quiero destacar: algunos personajes tienen nombres de animales. Allan Man, el protagonista, es el hombre. Geoffrey Fish me lleva a pensar en el pez como antepasado común de todos los vertebrados, el paso de la vida acuática a la tierra, la Evolución. Roach, por último, que es el mejor personaje, tiene por nombre el diminutivo de “cucaracha” y es un personaje grotesco, odioso y fascista. Además, si se quiere indagar más, “Allan” y “Ella” parecen ser una extraña deformación de “Adán y Eva”.
Existe una película de Monkey Shines, dirigida por el mismísimo George A. Romero (Night of the living death) y estrenada en 1988. Mi veredicto es que, otra vez, la película es mejor que el libro. Pero Stewart hace un gran trabajo. En última instancia, se le complica el tema de la información, un asunto de la estructura de la obra. El problema con el estilo de Monkey Shines, como varias otras historias del Pulp y la Weird Fiction, es justamente no tener estilo. Disimularlo. Tiene como ventaja la lectura rápida y casi desenfrenada, pero, en detrimento, se hace un lío con el manejo de la información. No en sí misma, ¡sino por fingir que nadie la está manejando!
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