"Los inválidos", de Baldomero Lillo
Análisis del cuento. ¿Perjudica realmente a un cuento promover una idea política?
En general, me resisto a esa tendencia de despreciar el Realismo por pretender dar un mensaje. Es decir, yo no creo que, en la literatura de tesis, como se la llama, la calidad literaria esté subordinada a “la lección que quiere darse”. Primero, porque es tan cuestionable el concepto de “calidad literaria” como la idea de que existen textos “sin tesis”, sin opiniones y sin moralina. Pero, además, porque me parece que los trucos con que la narración realista aborda un problema “de la realidad” son, al fin y al cabo, muestras de maestría técnica.
Ahora bien, toda mi defensa al Realismo Social queda grande para “Los inválidos”, de Baldomero Lillo. Ahí, tengo que bajar la cabeza y asumir que es un cuento mal escrito. Con deslizamientos formales, oraciones largas y sobreexplicativas y referencias artificiosas a determinadas ideas políticas. Sin embargo, podemos decir esto si leemos al texto en términos estructurales, con la misma meticulosidad con la que medimos la literatura a secas. No descarto que muchos críticos hayan mirado con malos ojos al Realismo Social, menos por sus vicios técnicos que por su carácter marxista; es decir, que lo desechan por mera incompatibilidad ideológica. Eso los hace ser pésimos lectores.
En este cuento, evidentemente, la bajada de izquierda, el mensaje, es antes que nada el motor de la historia. El relato, con mayor o menor éxito, se desarrolla alrededor de lo que quiere explicarse. A grandes rasgos, sabemos, según la historia de la literatura, que ése es el modus operandi de estos autores latinoamericanos, criollistas, de finales del XIX y principios del XX. Pero muchas otras plumas de la misma estirpe han sido más exitosas y talentosas que las de Lillo. En todo caso, el contexto —los principios estéticos de un movimiento que, al fin y al cabo, es artístico— nos permite entender que el cuento se permite ciertos tropiezos porque su fin último no es la construcción de un cuento.
La historia que se nos narra es, en síntesis, la de un caballo que sale de una mina, da unos pasos y muere. Diamante, nombre para nada azaroso, estuvo enterrado toda su vida bajo tierra, al servicio del hombre —del hombre capitalista—, con el único apremio de que en la vejez podrá por fin disfrutar de la libertad. El campo, la pradera abierta y luminosa —la luz del sol daña los ojos de Diamante—, que debería ser parte de la definición misma de “caballo”, es acá un premio, una compensación por sus años de esfuerzo.
Toda esa escena es contemplada por un grupo de obreros ociosos que sienten lástima por el jamelgo. Entre ellos, un viejo con un libro intitulado bajo el brazo —pero cuyo nombre podemos presumir—, señala el cruel destino del animal para que sus compañeros entiendan la esclavitud en la que viven. Es decir que, en última instancia, el viejo está interpretando el relato por nosotros. Su voz es, en “Los inválidos”, la voz de la razón y de la verdad. La voz del levantamiento obrero.
Pero el viejo —igual que Lillo—, un tipo leído que habla con palabras rimbombantes y consignas marxistas, es ignorado por sus colegas. Ellos están de acuerdo todos en las desgracias de Diamante, pero no pueden ver que su situación es la misma. Ellos son los inválidos. Porque a fin de cuentas, dicen, tienen que volver a trabajar. Y vuelven, entonces, enceguecidos por la luz del sol, a la mina oscura y ultrajante.
Como dije, en pos de elevar el tema, la consigna, por sobre el relato, Lillo se permite ciertas licencias. La mirada del obraje no aporta nada, en términos dramáticos, al núcleo de la historia (un caballo sale de una mina, da unos pasos, y muere). El viejo, aunque no es escuchado, tiene tiempo de dar cátedra. El punto de vista se discute entre el de Diamante, el del viejo o el del grupo de mineros. Al final no queda claro de quién es la historia. Y, por si fuera poco, el lenguaje es descuidado, atropellado y por momentos, confuso. Las oraciones son muy largas y desordenadas. Léase en voz alta y no alcanzará el aire en los pulmones.
De todas formas, en términos formales, “Los inválidos” es un cuento al que hay que prestarle atención. Los procedimientos con que construye la historia son el legado artístico del Realismo: no hacer literatura a partir de literatura, sino de los relatos que configuran la realidad. Me explico. En “El collar”, por ejemplo, cuento realista por excelencia, Maupassant cree estar hablando de la realidad sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Pero lo que está haciendo es, en cambio, hablar del relato con que se configuran las relaciones entre hombres y mujeres. Por supuesto, el tramo europeo del Realismo era ingenuo en ese aspecto y no hay, en la obra de Maupassant, Balzac o Zola —quizás sí en Flaubert— una consciencia de que, con lo que se está trabajando, son relatos.
En Realismo Social Latinoamericano, por su parte, sí adopta esa toma de posición. Las técnicas representativas de esa estética europea, a la vez burguesa y anti-burguesa, llegan a Latinoamérica con el fervor de la izquierda. La premisa de que la realidad está hecha de relatos, que legitiman y naturalizan la explotación del hombre por el hombre, es notablemente marxista. Podemos decir, entonces, que aunque no muy habilidoso, hay en Lillo una preocupación estética que permanece intacta:
Diamante, el caballo, es al mismo tiempo fuerza de trabajo y producto. Cuerpo desposeído de sí mismo. Inválido. Motiva la animalización de los mineros, una transformación al modo del relato fantástico —al modo de Kafka, por ejemplo—, basada ya no en un discurso literario —cuentístico o novelístico—, sino político, social. Es casi vanguardista: tomar algo que ya existe y hacerlo arte.
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