"La historia de Harry", de Robert H. Curtis
Análisis del cuento. Un caso en que la traducción supera al original.
Existen ciertos lectores puristas que tienden a acatar la siguiente máxima: “yo no leo traducciones”. Su presupuesto es que la traducción está siempre en detrimento del valor. Porque altera el lenguaje original. Y, por lo tanto, leer una traducción equivale a no leer la obra verdadera. Por lo menos en lo que a narrativa respecta, a mí esa premisa no termina de cerrarme. No quiero extenderme en el porqué. En cambio, hoy quiero hablar de un caso en que, para mí, la traducción es notablemente superior al original.
Sucede con “La historia de Harry”, un cuento de Robert H. Curtis. Desde el principio, integrante de una tradición no muy preocupada por el lenguaje, que es la de la Literatura Pulp. En esas publicaciones, baratas y periódicas, no había tanto una preocupación verbal como simplemente una búsqueda por contar una historia. La cantidad de chascos que aparecen en ese canon demuestra, como la cantidad de obras intelectuales que no cuentan nada, que el qué y el cómo son indisolubles.
Pero Curtis, contra todo pronóstico, antes de tirarnos simplemente un cuento de traición y engaño, se detiene a elaborar una fina máquina de enunciación, sin la cual la obra se caería a pedazos. Harry, el protagonista, que toma la voz narrativa del relato, es un observador deficiente. Esto es muy original teniendo en cuenta la tendencia del Pulp, y de otros tipos de literatura popular, por querer desaparecer las marcas de enunciación. Desde la primera línea, el cuento nos deja en claro que, como responsable de narrar los hechos, Harry va a cometer errores.
Como Harry es un personaje literario que no existe, no vamos a ofender a nadie si decimos que es tonto. En todo caso, el que está estigmatizando es Curtis, que construye un cuento bajo una visión estereotípica del retrasado mental. Pero nosotros no somos más inocentes. En fin. Curtis usa ese punto de partida para que el protagonsita cuente su propia vida. La muerte de sus padres, el dinero heredado, su relación con Virginia y con su buen amigo Fred.
El chiste del cuento reside en la distancia entre lo que Harry cuenta sobre su vida y lo que, según nosotros, pasa realmente. En realidad, es todo suposición, todo ilusión. El relato pertenece a Harry y, como advierte Tzvetan Todorov, hay que leer todos los cuentos literalmente. El hecho de que nosotros sospechemos, dudemos, entreveamos las intenciones oscuras de Virginia y Fred, es resultado de una máquina compulsivamente aceitada.
El relato se balancea entre los dos polos del discurso: el vos y el yo. Yo, Harry, que creo ver algo pero no lo entiendo, y vos, lector ideal, que tenés las competencias para completar la historia. Ninguno de los dos existe más que como una convención lingüística: todo verbo implica la existencia de esos dos extremos, la primera y la segunda persona. Reconociendo esa premisa, el traductor anónimo hace un alarde de genialidad que opaca completamente a Curtis.
El autor original, sometido por el inglés, se ve obligado a hacer aparecer al Yo-Harry explícitamente. Harry se observa a sí mismo y comienza a narrar: “I am feeling bad...”. Se presenta en su discurso, se señala. “Había una vez, yo”. El traductor, en cambio, pudiendo cometer el crimen de poner literalmente “yo me siento mal”, decide confiar todo el relato a las palabras. Con una licencia del castellano —los verbos tienen persona—, el cuento comienza: “Me siento mal...” Entonces es el lector, en tanto hablante de castellano, quien le da entidad a ese Yo que —puede deducirlo por el título— es Harry.
Eso es una lección de escritura. Toda voz narrativa existe como entidad verbal, porque el pacto del idioma implica esa pareja vos-yo. Harry aparece como por un truco de magia: donde no había nada, ahora hay personaje. En las conversaciones cotidianas primero existe la persona y luego su discurso —o al menos así parece—; en un cuento, no; la persona es un producto del relato. En este caso podemos hasta hacer un diagnóstico psiquiátrico de nuestra voz narrativa, pero en general el alcance del verbo no perdona. Siempre hay una voz que habla, con o sin estilo, y que siempre es un truco de magia del cuento. Pero también hay siempre un ente que escucha, que comprende —o no—.
Ese personaje suele pasar más desapercibido; no tiene personalidad, casi nunca tiene género, la narración en segunda persona es un experimento casi siempre fallido; es lo suficientemente amplio para ser cualquiera de nosotros. Pero mírese acá. Incluso aunque nada sabemos de ese confidente de Harry, que existe sólo porque el lenguaje así lo pide, tiene una presencia suficiente como para que, nos damos cuenta, sea el que reconoce la ironía, la brecha entre lo que el narrador cuenta y lo que vive.
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